En cursos y talleres de novelas de estos que se ofrecen hasta en los
tenderetes de ferias, hay algo que tal vez por obvio se suele dejar de lado,
algo que todos mis alumnos que han pasado antes por otras experiencias
didácticas les sorprende. No siempre positivamente. Os voy a contar el caso de
una alumna que me dijo (hace muy poco), que ella no pagaba por hacer el payaso,
que lo que quería era aprender la técnica de escribir, los recursos… ¿cómo lo
dijo? Sintacticogramaticales o algo que sonaba de manera parecida, y que se
sentía engañada con mi método.
Yo, sin perder los nervios (y eso que últimamente suelo perderlos), le
contesté que mucha gente, muchísima, sabe escribir, pero que muy pocos tienen
una historia y aun son menos los que, teniéndola, saben contarla. Que eso era
lo que íbamos a trabajar juntos, su historia, mostrarle un nuevo enfoque, abrir
nuevas puertas y ventanas, y reorganizar el espacio para que su trama se
reforzara tras cada página.
Ella, seria, iba haciendo que no con la cabeza y la mirada gacha (la
conexión era por Skype), rostro imperturbable como el que regatea en un mercado
persa. Entonces fue cuando le dije y espero que no se me enfade si me lee
(seguro que me está leyendo), que escribía muy bien, que pocos recursos
sintacticonosequé necesitaba aprender ni conmigo ni en ningún lado, pero que
solo escribiendo bien nunca iba a publicar sin rascarse el bolsillo y recurrir a la autopublicación..
Me miró aturdida, asombrada, molesta, y entonces me hizo la pregunta, eso que ella
se guardaba como un as en la manga para derrotarme, que cuales eran mis
estudios, mis títulos, mi carrera. Lo dijo mirándome cómo mira uno de los
contrincantes en un duelo al otro cuando éste ya ha bajado su guardia, con soberbia,
orgulloso, vencedor, (sí, así me miraste), y su brillo de ojos aumentó hasta
casi deslumbrarme cuando le confesé eso que, ella que seguramente me había
investigado por Google, ya sabía, que nada, que no tenía ningún estudio, ni
título, ni carrera, y fue entonces cuando me remató que cómo pretendía
enseñarle a escribir yo a ella con carrera y doctorado y que, si tenía decencia que le devolviera el dinero y
dejara de embaucarla. Textual.
No reaccioné, no por herido, ya que dejar los estudios a los dieciséis años
no es nada que me hiera, sino por inesperado. Desconocía que me habían retado a
duelo, yo solo pretendía acompañarla en el maravilloso mundo de escribir una
novela, de inventar, tramar y contar una historia, eso con lo que me gano la vida
desde hace más de diez años y treinta títulos publicados. Simplemente le dije
que de acuerdo, que no se preocupara que sin falta le retornaría hasta el
último céntimo y ya no hubo tiempo para replicarle nada, (tampoco había nada
que replicarle), simplemente me hubiera encantado darle un consejo, que no es
mío, sino de Rainer Maria Rilke, que solo se puede escribir desde la necesidad
de hacerlo, si sientes la necesidad de contar algo y que ese algo,
irremediablemente, debe de nacer de tu interior, crearlo, que de poco o de nada
servirán todos los recursos sintacticonosequé del mundo sin una historia que desees y
necesites contar.
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